No tenía nada de especial, pero su presencia llenaba toda la estancia. Su sonrisa amable, su mano tendida y esos ojos chispeante que invitaban a volar hacia el infinito junto a él, desarmaban a cualquiera que estuviera a su lado.
Un buen día dejó de llamar a mi puerta. Creyendo escuchar sus pasos por la acera, inconscientemente salí de casa y me adentré en la oscuridad de la noche, ante mis ojos una pesada niebla se iba adueñando lentamente de las calles. Era una maldita metáfora de mis miedos, se había llevado la luz que alumbra los sueños. Para escapar de la niebla seguí avanzando, pero a cada paso que daba se volvía más espesa, estaba perdida en la oscuridad, a mi alrededor sólo existía un vacío de niebla y frío.
Volví la mirada buscando una luz que me guiara de vuelta a mi hogar pero no había nada, la casa, la calle, las farolas, todo había desaparecido, la niebla y la nada me envolvían en mortal abrazo . Un escalofrío recorrió mi cuerpo, el vacío era lo único real e intangible que existía, me estaba diluyendo en jirones de niebla. Un ruido agudo y chirriante detuvo el tiempo, sentí como el peso de mi brazo se levantaba hacia ese sonido lacerante, de pronto, un golpe seco me sobresaltó, el despertador había caído rodando por el suelo, la realidad volvió a existir cuando logré alcanzar el interruptor y una luz cegadora agredió mis ojos soñolientos. La niebla había desaparecido y en su lugar quedó la certeza de que él jamás volvería.
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